En el último Consejo de Ministros se leyó el manifiesto de despedida del Rey redactado por Gabriel Maura: «Quiero apartarme de cuanto sea lanzar unos compatriotas contra otros en fratricida guerra civil... Suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de España». En la tarde de ese día 14 de abril, en Madrid, desde el balcón del Ministerio de la Gobernación (la histórica Casa de Correos) había sido proclamada la República. A las nueve menos cuarto de la noche una comitiva regia de tres coches abandonaba el Palacio de Oriente por la Casa de Campo, rumbo a Cartagena. Poco después de las cuatro de la madrugada, en el crucero Príncipe Alfonso salía el Rey de Cartagena hacia un destino que sería definitivo, aunque Alfonso XIII echando mano de sus reservas optimistas al desembarcar en Marsella dijo que: «Será una tormenta que pasará rápidamente».
No pasó tan rápidamente. Tuvieron que pasar más de cuarenta años, con una guerra civil por medio, para que la Monarquía volviera. La soledad y el aislamiento de Alfonso XIII en las últimas horas de la Monarquía se prolongaron a lo largo de su exilio. Su dignidad, en cualquier caso, fue incuestionable y ha sido reconocida por sus propios adversarios. Aquella imagen patética del Rey desterrado en París, pocos días después de su llegada, que describió Cambó, no deja de impresionar: «Yo iba al Meurice, a visitar a una familia amiga. En un rincón del hall vitré, detrás de una mesa, estaba sentado Don Alfonso: solo, sin la compañía de un libro, de un diario, de una copa. Al cabo de hora y media, don Alfonso continuaba igual, sentado detrás de la misma mesa, ¡Sin un libro, ni un diario, ni una copa!».
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