Faltan semanas para que el Papa Joseph Ratzinger llegue a Cuba y, sin embargo, ya se respira algo de incienso en la distancia. En un país donde muchos de los que rezan por el día en la Iglesias encienden en la noche velas a una deidad africana, la visita de su Santidad despierta entusiasmo, pero también curiosidad. Los católicos preparan sus liturgias y sus pompas para recibir a Benedicto XVI, mientras otros tantos se preguntan si su llegada traerá alguna transformación significativa en la situación política o social de la nación. La gente quiere creer que el Santo Padre vendrá a impulsar el proceso de reformas raulistas, imprimiéndole mayor velocidad y profundidad. Los más ilusos hasta sueñan con que la máxima figura del Vaticano logre lo que lo debería lograr la rebeldía popular: un verdadero cambio.
Hay demasiadas diferencias entre este mes de marzo en que aterrizará su Santidad en el aeropuerto de La Habana y aquel enero de 1998 cuando lo hizo Juan Pablo II. Quien fuera conocido también como el “Papa viajero” vino precedido por historias que lo relacionaban con la caída de los regímenes de Europa del Este. Ratzinger, por su parte, arribará en un momento en que ya hay toda una generación de cubanos que nació con posterioridad al Muro de Berlín y que ni siquiera sabe lo que significan las siglas URSS. A finales de los años noventa, Karol Wojtyla nos encendió el corazón -incluso a los agnósticos como yo- diciendo más de una docena de veces la palabra “libertad” en la Plaza de la Revolución. Pero ahora la apatía y el desánimo harán más difícil que las frases de Ratzinger movilicen la misma emoción. Su visita será más bien un pálido reflejo de aquella otra, porque ya no somos los mismos ni es el mismo Papa.
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