Reinaldo García Ramos
EL LEGADO DE JORGE OLIVA
Jorge Oliva: Pequeñas catástrofes
La última vez que vi a Jorge Oliva con aspecto de buena salud fue en Nueva York, en octubre de 1985, ocho meses antes de su muerte. La enfermedad que terminaría por vencerlo había mostrado poco antes sus primeros síntomas, pero ahora le estaba dando un respiro, y él se había vuelto a prender de la vida con fervor. Su cabeza era un hervidero de planes y esperanzas que sus amigos compartíamos, porque sencillamente no deseábamos perderlo.
Esa tarde habíamos ido a ver una película yugoslava acerca del terror bajo el régimen de Tito (While Daddy Was Away on Business) y luego nos sentamos frente al Lincoln Center en un café al aire libre a ver pasar la gente, en medio de un fragante “verano indio” que exaltaba los recuerdos y nos permitía andar aún sin los abrigos. La cinta parecía sugerir dos ideas centrales que Jorge y yo examinamos una y otra vez mientras caía la noche: no puede haber democracia sin desarrollo económico, y el terror no destruye tanto como podría, porque el ser humano es más fuerte y siempre sobrevive a las peores condiciones.
Era obvio que la obstinación con que queríamos elucidar aquellos temas habría sido excesiva para los neoyorquinos anónimos que nos rodeaban: provenía de un paladar ideológico que sólo se adquiere cuando uno ha pasado los años formativos de su vida bajo regímenes autoritarios. Jorge y yo aquella tarde no estábamos hablando de Yugoslavia, sino de Cuba, aunque creo que el nombre de nuestro país de origen ni siquiera fue mencionado.
Nos habíamos conocido en la Universidad de La Habana a fines de los años 60, cuando ambos asistíamos a la Escuela de Letras, y habíamos ido juntos a los inevitables cortes de caña, asambleas y entrenamientos militares. Durante aquellos años, Jorge vivía en una de las becas universitarias, y daba la impresión de disfrutar tanto la jocosa rutina de los dormitorios comunes y la mala comida como el convulsivo maremágnum represivo que nos moldeaba a todos. Captaba como nosotros los signos fatídicos que iban definiendo al estado totalitario, pero no se dejó llevar nunca por la desesperación. No recuerdo haberlo visto deprimido por aquellos años; en la patética situación política en que nos hallábamos parecía estar buscando siempre elementos con los que alimentar cierta alegría de vivir, cierta inspiración para seguir resistiendo, ya fuera alguna película de Visconti o de Bergman, la sensualidad de las fiestas o la frivolidad nutritiva de los clubes nocturnos habaneros y las canciones del movimiento llamado feeling.
Lo dejé de ver al terminar los estudios y me lo encontré de nuevo una noche, varios años después, en los portales de la calle Reina. Había cambiado; hablaba con tono más grave y la cautela había penetrado en su mirada. Nos saludamos con brevedad y quedamos en llamarnos, pues él me dijo que tenía prisa. Unas semanas después supe que había atravesado a nado la bahía de Guantánamo para llegar a la base naval norteamericana, y me di cuenta de que aquella noche en que me lo encontré había sido una de las últimas que había pasado en la isla.
Cuando nos sentamos frente al Lincoln Center en octubre del 85, el tiempo nos había marcado con diferentes señales. Yo hacía sólo cinco años que había salido de Cuba, y tenía todavía a flor de piel la carga de pasiones y obsesiones que toda dictadura engendra en sus víctimas; Jorge, en cambio, llevaba doce años fuera de la isla, y atravesaba una etapa distinta del trayecto que sufren muchos exiliados: tras el deslumbramiento ante el extranjero y las aventuras, comienza un retorno espiritual hacia las imágenes dejadas atrás en el país de origen, hacia las costumbres y las tradiciones que nos identifican por encima de la aberración histórica y la ferocidad del poder.
Después del café, nos fuimos a sentar junto a la hermosa fuente en la plazoleta del Metropolitan Opera House, y recuerdo cómo Jorge no cesaba de plasmar su nostalgia: no la añoranza sentimentalista, ni la aspiración a recuperar vulgares posesiones materiales, sino la otra nostalgia, la verdaderamente desgarradora, la que sabe que su objetivo anhelado no existe ya. Algunos ecos de ese estado espiritual habían aparecido ya en su primer libro, Donde una llama nunca se apaga, cuyo ejemplar me había dedicado en abril de ese mismo año: “Para mi amigo Reinaldo, para celebrar el reencuentro tan lejos de la patria”. No es necesario subrayar las cinco últimas palabras, porque resaltan por sí solas. En muchos de los poemas de ese libro aparece ya esa pasmante tristeza del que sabe que el objeto de sus recuerdos no es sólo irrecuperable debido a brutales circunstancias políticas, sino también imposible de asumir interiormente de la misma manera que una vez lo degustamos. En el poema The Fool On the Hill, Jorge se pinta a sí mismo como alguien que no quiere ver el cambio, que no puede saber que la ceiba ya no es la misma, “sordo a la vida”, y en otro texto de ese libro deja buena constancia de que “no hay evasión posible”, porque los poetas “caen acribillados por la Historia”.
2 comentarios:
Manuel Varela te convida de nuevo a un duelo en el basurero de Hialeah
Pero esta vez Fantomas sera el arbitro y Zendon el cargamandarrias
Varela el Bobo es una rata de cañeria, es un ser despreciable, tanta inteligencia en funcion de sus locuras, no tiene paz consigo mismo, es que no tiene dignidad ni ideologia definida, ese es su problema, esta que quiere de su lado a Dios y al Diablo, pobre infeliz.
Da asco y que no rete, en cualquier momento le lanzan una lata de cagao por la cabeza, es lo que se merece , ah y que se mire en el espejo si eso le sucede y haga una caricatura, no creo sea diferente lo que le echen encima a lo que tiene por dentro en su cerebro.
Ajajajajajaja.
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